Etcétera

La señora Rachel Lynde vivía donde el camino real de Avonlea baja a un pequeño valle orlado de alisos y zarcillos, y cruzado por un arroyo que nace en los bosques de la vieja posesión de los Cuthbert. El arroyo tenía reputación de ser torrencial e intrincado en su curso superior, entre los bosques, con secretos y oscuros remansos y cascadas; pero al llegar al Lynde’s Hollow era una pequeña comente, tranquila y bien educada, pues ni siquiera un arroyo podría pasar frente a la puerta de la señora Rachel Lynde sin el debido respeto por la decencia y el decoro. Probablemente se daba cuenta de que la señora Rachel estaría sentada junto a su ventana, observando con ojo avizor a todo el que pasaba, de arroyos y niños arriba, y si llegaba a reparar en algo extraño o fuera de lugar, no descansaría hasta descubrir el cómo y el porqué.

Existe mucha gente, tanto en Avonlea como fuera de allí, que puede meterse en la vida de los demás a costa del descuido de la propia. Pero la señora Rachel Lynde era una de esas personas mañosas que son capaces de vigilar al unísono los asuntos propios y los ajenos. Ama de casa notable, su trabajo estaba siempre hecho y bien; «dirigía» el Círculo de Costura, ayudaba en la Escuela Dominical y era el más fuerte puntal de la Sociedad de Ayuda de la Iglesia y de Auxilio a las Misiones en el Exterior. Y a pesar de todo eso, la señora Rachel hallaba tiempo abundante para sentarse horas enteras junto a la ventana de su cocina, tejiendo colchas de «algodón retorcido» —había tejido quince, como se sentían inclinadas a decir las amas de casa de Avonlea en voz reverente—, sin perder de vista el camino real que cruzaba el vallecito y subía la empinada colina roja. Debido a que Avonlea ocupaba una pequeña península triangular que entraba en el golfo de St. Lawrence, con agua a ambos lados, todo el que entraba o salía de allí debía tomar el camino de la colina y así pasar bajo el ojo atento de la señora Rachel.

Ilustración de piedras preciosas de Emil Hochdanz. CC0

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